Por Andrea Franulic / Movimiento Rebelde del Afuera
El negro Manuel Antonio hoy cree que es mayordomo, pero todo ha sido un sueño. Y cuando se pone el traje que le regaló el patrón, sueña que ya no es de esclavo…
(Nicomedes Santa Cruz)
Este escrito parte de mi experiencia y habita las palabras políticas de Margarita Pisano, con las cuales me comprometo plenamente. Se basa en lo que hablé en la IIIª Escuela Feminista (2001) organizada, entonces, por el Movimiento de Mujeres Feministas Autónomas; hoy, Movimiento Rebelde del Afuera.
Allí hablé de la misoginia, pues creo es fundamental que nosotras la entendamos, puesto que cruza todos los espacios de nuestras vidas: el íntimo, privado y público, impidiéndonos vivir bien… impidiéndome vivir bien. Misoginia es el odio y el miedo profundos a las mujeres; la palabra viene del griego misogynes que quiere decir “yo odio a las mujeres”. Es el motor de la feminidad, que la hace girar sobre sí misma, generando amor-admiración hacia los hombres y su sistema, y desprecio-invisibilización hacia las mujeres. En conceptos literarios, su leitmotiv.
Desde hace siglos habitamos una cultura misógina: pensada, creada, organizada y ejercida por los varones. Debido a quizá qué terror masculino ancestral, hacia un cuerpo que sangraba cada ciclo y tenía la capacidad de parir. No me referiré al origen de esta cultura patriarcal y misógina, pero sí quiero acotar que comparto la hipótesis de la existencia previa de civilizaciones más humanas y vitales presididas por consejos de mujeres. Hoy en día, las mujeres continuamos manifestando nuestra esclavitud hacia los varones y su sistema, al reproducir relaciones misóginas entre nosotras. Trampas de la masculinidad, que desfiguran a los verdaderos responsables y nos transforman en sus cómplices, sino en culpables.
Para sortear estas trampas, conocerlas y sanarnos de ellas, quiero iniciar el análisis y una posible deconstrucción de la misoginia entre mujeres. Y porque también pienso que -desde nosotras- es posible inventar una civilización más humana y relaciones más dignas y felices, si logramos relacionarnos sin misoginia, es decir, si logramos salirnos de la feminidad y, por lo tanto, de la masculinidad; en otras palabras, si dejamos de servir material, emocional e ideológicamente al sistema. ¿Cómo se hace?
En primer lugar, un poco de harina cernida y unas dos cucharaditas de azúcar flor. En segundo lugar, entender que no hay fórmulas ni recetas dadas; sí, una experiencia entre mujeres que se conoce, comprende, analiza, interpreta, estudia, comparte, conversa, converge, diverge, emociona, proyecta, identifica, reconoce y así, así, así. Y no me refiero a una experiencia de complicidades “femeninas”, sino a experiencias-conocimientos-sabidurías de mujeres que se han atrevido a pensar desde Afuera del sistema.
Esta experiencia es la que a mí me ha servido para ir descolonizando mi mirada y poder ver todo aquello que a las mujeres nos han negado y robado, lo que nos mantiene atrapadas; ver, por ejemplo, que mi cuerpo de mujer, arrumbado en el silencio, estaba traspasado de miradas ajenas, que le habían dicho cómo moverse, cómo vestirse, cómo sentir, cómo hablar y cómo callar; cómo seducir y cómo pensar. Qué creer y valorar; con quién y cómo erotizarse; a qué temer, cómo amar… Un cuerpo que, en definitiva, debía vivir en función-proyección de otros-espejos, y no de una misma. ¿Por qué, entonces, habría de quererme?
Esta vida prestada ha marcado tanto a las mujeres que casi carecen (carecemos) de amor propio. El amor propio tiene que ver con la voluntad de pensar un proyecto de vida y de humanidad propio; tiene que ver con ser persona. Es una ética distinta, no prefijada por las leyes de Zeus. Y si una no se ama a sí misma DE VERDAD, más acá del ego (que, a veces, ejerce de armadura de inseguridades, miedos y complejos), es muy fácil despreciar –o proteger, que es la otra cara del desprecio- a las otras. La misoginia se aprende y te la enseña otra mujer.
El sistema patriarcal masculinista es tan eficiente que domina por medio de sus esclavos; esta eficiencia le ha costado mucha sangre, por cierto. Sus esclavos más efectivos han sido y son las mujeres, quienes transmiten el mandato de sumisión/admiración a los varones y su modelo de sociedad. La madre, junto a sus palabras y silencios, valora la obediencia que se espera de nosotras. El silencio es un lugar históricamente femenino y muy violento; nos educan por medio y dentro de él. Es el arma del oprimido, una cola de alacrán que envenena el alma: porque si no me expreso, mi cuerpo se enferma y muere contenido.
Las madres son las primeras mujeres con quienes nos relacionamos en la vida y nos traicionan, al exigirnos –a veces muy ambiguamente, pues también lanzan dardos de rebeldías- que padezcamos las mismas miserias que ellas han padecido. Esta traición fundamental contribuye a la enseñanza de no amar a las mujeres y continúa CON MUCHA FUERZA E INSISTENCIA en las palabras de la profesora y de la tía; luego, en las de las amigas y, muy pronto, en las de una misma.
Las relaciones misóginas entre mujeres pueden tomar varias formas, explícitas o no, desde la envidia y competencia encubiertas o manifiestas, hasta el amor más febril o protector. Esta descalificación puede tomar, incluso, el disfraz de la broma; da lo mismo. Cualquiera de estas expresiones es funcional al sistema y justifica la misoginia más allá de los argumentos.
La envidia entre mujeres ha sido representada en los mitos patriarcales y en los cuentos de hadas que de ellos derivan; de esta manera, las proyecciones femeninas de los varones se han cristalizado en el ámbito de lo sagrado y lo intocable, refrendando los modelos que han ido construyendo en la realidad. La envidia entre mujeres gira, generalmente, en torno al reconocimiento sexual o intelectual de un varón (o una mujer) que elige. La elegida entre todas es una excepción entre las esclavas… la más obediente. Como dice Adrienne Rich: “…la obediente hija del padre que hay en nosotras es solamente una yegua de tiro. ”Esta envidia alcanza para desconocer las ideas rebeldes de aquéllas que no les interesa ser “las elegidas”.
Por otro lado, las protecciones ayudistas entre mujeres dejan intacto el sistema de dominación al que nos vemos sujetas. Una mujer que protege a otra mujer extiende la creencia en su propia debilidad hacia las demás, es decir, se protege a sí misma, y en este nicho de inseguridades y sufrimientos, nada cambia; más bien, entrega poder y, en el fondo, admira a quienes controlan a través del miedo. Este sistema legitima las relaciones protectoras-traidoras entre mujeres, porque en ellas, las mujeres no se reconocen como iguales-pensantes, sino como madres, cuya única función es amar sin amor propio.
Lo que no es funcional y aterra a los sistemas de poderes masculinos es que las mujeres PENSEMOS JUNTAS, fuera de sus lógicas y condicionamientos. Para nosotras y no para ellos. Para analizar y deconstruir el sistema existente. ¿Estamos dispuestas a creer en nuestras capacidades humanas y a legitimar nuestras ideas rebeldes, aquéllas que no apelan al sentido común instalado? ¿Estamos dispuestas a romper las cadenas de este “cuento de hadas”?. Porque si esto no sucede, seguiremos repitiendo las relaciones culturales de dominio/sumisión que roen nuestras dignidades, parchándolas con falsas protecciones, engañándonos y sembrando la desconfianza entre nosotras.