“Todo sexo es político[1]: “Estudios sobre sexualidades argentinas”, es el título de un libro que reúne una serie de ensayos sobre sexualidades que asumen una necesaria e imprescindible articulación entre la práctica del quehacer científico y el compromiso político. Este título ha sido relevado a una posición central en la medida que logra dar cuenta de una dimensión social, como es lo político, que atraviesa todo el interés de la comunidad científica sobre las y los sujetos sexuales, y que aparece en los márgenes del discurso, algunas veces por su afán de alcanzar tal grado de objetividad, otras por la persecución de intereses ideológicos respecto de un grupo social frente a otro. Afirmar que todo sexo es político es sostener que la sanción de los comportamientos sexuales está guiada por criterios dotados, no desde la práctica del quehacer científico, sino por razonamientos en los que subyacen creencias, intereses y reivindicaciones de grupos sociales que encuentran en el espacio político su posibilidad de expresión, entendiendo lo político como la dimensión antagónica y fundante de las sociedades humanas[2]. Bastaría observar el recorrido de una de las orientaciones sexuales, la homosexualidad, en su articulación entre lo científico y lo político. Es ineludible, sin embargo, un pequeño rodeo sobre la cuestión. Cierto es que la sexualidad ha sido históricamente sancionada por un discurso científico, por medio de alguna de las disciplinas de la salud mental que la estudian: la psiquiatría y psicología, las que asumen la perspectiva del “modelo médico de enfermedad” para pensar primero, y luego disciplinar, los diferentes modos en que se ha expresado lo sexual. En su desarrollo, estas disciplinas científicas han establecido una serie de orientaciones sexuales ordenadas en un sistema de clasificación jerarquizado, donde una de las orientaciones, la heterosexualidad, por alguna razón, alcanza la cúspide de la escala y partir de ese acto, se constituye como paradigma dominante de las otras. Claro está, el resto de las orientaciones sexuales se revelaron ante la mirada de ojos de los “expertos” quienes asumieron estas orientaciones como comportamientos extraños, y por eso mismo, desviados, o como algunos osan denominar “antinaturales”. Como efecto de este contexto, estas orientaciones fueron concebidas en el marco de las enfermedades mentales, conocidas en el lenguaje médico con el nombre de patología. Su ejercicio es la patologización, es decir, el estudio de las enfermedades; su trayecto comienza con el diagnóstico y continúa con la terapia para finalizar, en el mejor de los casos, con el mejoramiento psíquico de la persona.
El problema de la “enfermedad mental” se desarrolló en disciplinas cuyo objeto de estudio se funda en la subjetividad. Surge, a partir de la utilización del término en un sentido literal, de la misma manera que se expresa con toda materialidad en la medicina, y ya no metafórico como era su pretensión original. En efecto, el concepto de enfermedad, señaló el Psiquiatra Norteamericano y referente de la antipsiquiatría Thomas Szasz[3] (2000), que solo puede aplicarse con precisión a afecciones del cerebro, es decir, a sistemas que constituyen organismos vivos, como por ejemplo órganos y tejidos y no, necesariamente, de la mente o la subjetividad. Dicho de otra manera, es la creencia según la cual ciertos comportamientos considerados “problemáticos” yacen sobre una base biológica que determinaría las alteraciones mentales.
Es por ello que buena parte de la historia de la ciencia ha señalado que los criterios por los cuales se han orientado estas definiciones carecen de evidencia. En su favor, siquiera, puede argumentarse que la evidencia disponible no es todavía concluyente, pues, no la hay.  Entre otras cosas, debido a que no se ha logrado establecer todavía un criterio de demarcación relativamente contundente para diferenciar cuándo un saber corresponde a una idea es científica o a una superstición.
La pregunta entonces cae de madura ¿Cómo procede la comunidad científica cuando no existen coordenadas que le guíen a la resolución de un problema científico? La respuesta es que la comunidad científica procede políticamente. Precisamente ese fue el camino que debió transitar la idea sobre la homosexualidad: en el año 1952 el grupo de psiquiatras reunidos en la Asociación de Psiquiatría Americana (USA), clasificó la homosexualidad al interior de la categoría diagnóstica llamada alteraciones psicopáticas de la personalidad, era la primera edición del DSM. La segunda edición del DSM (el DSM II) publicada dieciséis años más tarde, trasladó la homosexualidad al conjunto denominado “otras alteraciones mentales no psicóticas”. Producto de la fuerte presión que ejercieron las movilizaciones levantadas desde los movimientos Gays de Estados Unidos, y luego de varias jornadas de deliberación, el 15 de diciembre de 1973 se aprobó suprimir la homosexualidad como distinción diagnóstica y sustituirla por otra, la de “alteraciones de la orientación sexual”. Empero el asunto no terminó ahí, tal y como señala Carlos Pérez (2009):
“…desde el mismo día en que esta resolución fue publicada, muchos psiquiatras connotados protestaron enérgicamente, produciendo un arduo debate en el gremio, entre partidarios y detractores. Esto llevó a que la APA llamara a un referéndum sobre el tema. Más de 10.000 psiquiatras manifestaron su opinión. El 58% se mostró favorable a la resolución, el 37% en contra. Con esto el debate logró un hito curioso  e impresionante en la historia de la ciencia: una decisión científica sobre un asunto puramente objetivo, fue decidida por mayoría en un acto democrático”[4]
Como queda de manifiesto, este tipo de prácticas, queda un espacio para reclamar la indignación de muchos en los tiempos actuales. Dice un politólogo español que vivimos tiempos en donde la gente decente vive perpleja, y los canallas, envalentonados[5]. Frente a este panorama, las ciencias sociales, y en este caso la psicología, deben asumirse, a través de un compromiso, como un verdadero instrumento de transformación y emancipación social que se cuestione frente al desarrollo de nuevas formas de dominación que el modelo económico neo liberal requiere para su funcionamiento. Hay que superar el conformismo de aquellos saberes y prácticas que bajo una pretensión científica de neutralidad, estigmatizan y excluyen al conjunto de personas cuya orientación sexual e identidad de género no hacen más que interpelar a las instituciones sociales sobre sus saberes, valores, costumbres y tradiciones. Sin duda, estamos en condiciones de afirmar que la patologización es un acto político, como lo es, a su vez, la despatologización. Se trata, en definitiva, de recuperar la política, trabajar por el cambio social, y no contra él.
 
Roberto Zura
Roberto Gallardo
Equipo de Psicología Mums
[1] Pecheny, Mario; Figari, Carlos; Jones, Daniel, Todo sexo es político: estudios, sobre sexualidad en Argentina – 1a ed. – Buenos Aires: Libros del Zorzal, 2008.
 
[2] Chantal Mouffe: En torno a lo político. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2007
[3] Thomas S. Szasz, Ideología y enfermedad mental, Buenos Aires, Amorrortu, 2000.
 
[4] Carlos Pérez Soto, Sobre la condición social de la psicología, Santiago, Lom, 2009
[5] Juan Carlos Monedero, Curso urgente de política para gente decente, Madrid, Editorial Seix Barral, S.A., 2013.