Por Juan Pablo Sutherland / Jueves 22 de noviembre de 2001
Wilde se nos ha vuelto insoportablemente preciado para acreditar históricamente nuestras reivindicaciones, de todo tipo; su biografía se ha convertido en el paradigma de la militancia gay, del mismo modo como su obra literaria ha dejado en claro la superación de la realidad mediante el arte.
¿Cómo recordamos a Wilde? ¿Qué se nos cruza en la memoria individual y colectiva? Leí a Wilde de niño, cuando tenía unos 9 años y el Príncipe Feliz me dejó curioseando por el mundo, de la misma manera que la golondrina nostálgica de aquella historia. En cuanto pasó el tiempo me encontré con unos de sus textos más emblemáticos, El retrato de Dorian Grey, que sin duda marcó en nuevo momento en el acercamiento a su obra. Quizás, el libro donde encontramos la mayor crítica moral y estética a la sociedad de su tiempo.
Hay que considerar que la figura de Wilde se levanta paradigmática de una obra artística que traspasó el texto para fundirse en un nuevo texto escrito: su propia vida. El 3 de mayo de 1895, se inicia em el Tribunal de Old Bailey (Londres) el primero de los tres procesos que llevarían a Oscar Wilde a la cárcel durante dos años. Fruto de la relación homosexual que mantenía con Lord Alfred Douglas y la oposición del Márques de Queensberry, padre de Douglas, Wilde termina condenado como la expresión de un tiempo intolerante y siendo, a la vez, un lugar inaugural respecto a las militancias que vendrán por miles en el siglo XX.
Sin duda, recordamos a Wilde de modo distinto a como él mismo hubiese querido. Alguien que proclamaba su propia individualidad como objeto estético no estaría de acuerdo con la estigmatización y el abanderamiento militante. Wilde se nos ha vuelto insoportablemente preciado para acreditar históricamente nuestras reivindicaciones, de todo tipo; su biografía se ha convertido en el paradigma de la militancia gay, del mismo modo como su obra literaria ha dejado en claro la superación de la realidad mediante el arte. Uno y otro ámbito, biografía y producción artística, tienen la coherencia y la pretensión oculta de establecer nuevos modos de ser, que tal vez podríamos denominar modernos. Ignoramos si el deseo de Wilde consistió en fijar a través de su propia figura un modelo de vida, un paradigma del “nuevo hombre”, pero, al menos, podemos concluir ingenuamente que todo escritor desea inaugurar una nueva época a partir de sus escritos. Este sería un buen fundamento para recuperar al Wilde literato y, desde aquí, configurar más ampliamente y en segundo lugar, la personalidad siempre candente y actual del escritor. Es, pues, necesario leer a un autor para conocerlo, de modo contrario seguiremos fomentando un vicio ya muy extendido en nuestro medio cultural. Se impone, entonces, una exégesis lectora que nos cohesione, primeramente, las diversas tendencias de su escritura. Se conoce un poco su literatura que, acomodaticiamente, llamaremos infantil: El Príncipe Feliz, El Gigante Egoísta, El Famoso Cohete, etcétera, y, por otra parte, se conocen sus textos más canónicos, El Retrato de Dorian Gray, La Importancia de Llamarse Ernesto, El Fantasma de Canterville. Sería incorrecto citar ambas tendencias como una vena popular y otra culta (aunque conozcamos a la primera, incluso, por una suerte de oralidad; es nuestro defecto, no leemos a los autores y a menudo los conocemos “de oídas”).
La clasificación pertinente (si es que hay alguna que lo sea) debiera imponer una generalización que nos ayude a introducirnos en sus textos, a primera vista tan variados en temas y motivos. Tuvimos la suerte de formarnos como lectores bajo el influjo inolvidable de sus cuentos, y como adultos hemos recibido una educación estética merced a sus obras más consagradas. Pero sólo tras un análisis y reflexión posteriores, reconocimos la parábola total de su obra, el intento por demostrar la creación posible de un universo ficticio que, en definitiva, no sirve para nada. “El arte es completamente inútil”, señaló en el prólogo a Dorian Gray. Esta frase, que interpretábamos a partir de su biografía como un exabrupto más de su dandismo, ahora nos evoca la revelación que tuvimos en la infancia y en la adultez, sustentada en el puro y simple placer de la lectura, siempre indescriptible e inasible.
La recepción de su obra, como la de cualquier autor, no ha sido inocente. A partir de su biografía, hemos politizado el placer de su lectura, en gran medida porque los tiempos lo exigen. No pretendo excusar dicha tentativa, pues es lícito hacer del arte “algo útil” y distinto de lo que el autor pretendía. Sin embargo, no es lícito ignorar su obra literaria y descontextualizarla de su proyecto estético. Al cumplirse cien años desde su muerte, el 30 de noviembre de 1900, reconocemos en su obra el mérito artístico de su inutilidad, de la virtud del que entonces se denominó amaneradamente l’art pour l’art. Otra cosa es su biografía, convertida por él mismo en obra de arte, con los costos que todos sabemos y deploramos.